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La paz se aleja de Tierra Santa

Entrar a la iglesia de San Jorge, a la salida de Mádaba (Jordania) rumbo al monte Nebo, lo hace a uno sentir que ya pisa, quizá, la zona más importante de la historia de la humanidad. Ahí está el mapa más antiguo de Tierra Santa, hecho en mosaico 550 años después de Cristo.

En la cima del monte Nebo hay una iglesia, católica, donde encontramos a unos peregrinos dominicanos que cantaban a coro salmos bíblicos con lágrimas en los ojos y recorrían con pasos tímidos las salas del templo donde unos mosaicos del siglo XVI muestran la vida antes del cristianismo –violencia, fuego y caos–, y con el cristianismo representado por árboles de la vida que producen la paz entre los hombres, y entre los hombres y los animales.

Afuera de la iglesia está la terraza amplia y arbolada que remata en una escultura con vista hacia un horizonte desolador: árido, escarpado, feo y monótono, en el que apenas crecen dos pequeños árboles de coníferas, uno que otro arbusto, no transita un alma y se alcanza a ver un trozo de mar que está absolutamente muerto.

Nizar Dana, mi traductor, maestro y amigo desde abril de 2003 en países árabes, cuando me llevó desde Amman a Bagdad, recién caído Sadam Hussein, en un viaje de nueve horas por el desierto, nos explicó:

-Desde este lugar donde nos encontramos contempló Moisés la Tierra Prometida. Murió sin llegar ahí- y señaló con la mano. Su pueblo sí.

-Mi estimado Nizar, Dios los estafó-, le dije.

Caminar 40 años, cruzar el Mar Rojo, atravesar el desierto del Sinaí, padecer falta de comida, el ataque de fieras, enfermedades, traiciones y calamidades para llegar a este lugar donde no crece nada y llamarle con júbilo la tierra que Dios les dio (de ahí viene buena parte del problema actual), no parecía muy afortunado.

Cuando uno piensa en la Tierra Prometida se imagina algo así como las planicies doradas de espigas en los valles del Yaqui y del Mayo, en Sonora. O en el paraíso terrenal, ubicado exactamente donde se juntan los ríos Grijalva y Usumacinta, en Tabasco. Y en los bosques fríos del sur chileno.

Nizar (jordano) dejó pasar la ligereza del comentario y nos explicó:

-Cuando uno habla sobre el concepto de Tierra Prometida, significa que es la tierra que Dios les ofreció, que encontrarían leche y miel, que son las tierras de pastoreo. Y como los israelíes eran nómadas y vivían del pastoreo, los teólogos opinan que Tierra Prometida es donde tienen su pan en paz.

-Pues yo no veo ovejas, ni pastores, ni oigo el zumbido de una abeja…

-Mira a tu derecha.

En efecto había un hilo azul en medio del paisaje semidesértico que conduce hasta una zona verde, y ahí lo que se ve como una ciudad entre palmeras. Era el río Jordán, el valle del mismo nombre, y Jericó, la ciudad habitada más antigua del mundo, donde se producen unos dátiles grandes y carnosos, tan dulces como los del desierto de Altar.

Jericó fue la palabra clave en 1993 para destrabar las pláticas de Oslo entre israelíes y palestinos.

El 4 de mayo de 1994 se firmó el acuerdo sobre Gaza y Jericó que daba autonomía a los palestinos en esas regiones (y el Premio Nobel de la Paz a sus firmantes). Yasser Arafat e Isaac Rabin signaron la paz el 13 de septiembre en Washington, y el 5 de julio de 1994 el líder de la OLP llegaba a Cisjordania en un helicóptero egipcio escoltado por la Fuerza Aérea de Israel.

La paz, sin embargo, no ha llegado, ni llegará con el plan de Trump, llamado ‘Paz para la Prosperidad’, en el que le da Gaza a Israel, le anexa a ese país el valle del Jordán y legaliza los asentamientos judíos en Cisjordania.

El plan de EU deja a los ‘palestinos a su suerte’, en territorios que sólo podrían conectarse a través de puentes o túneles, como expresó en un brillante texto de explícito reproche a la iniciativa de Trump el exministro de Relaciones Exteriores de Israel, Shlomo Ben-Ami.

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