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Aquí entre nos

Sin embargo, no fue así.

Sin entrar en los numerosos detalles que implicó ser admitida en el colegio de graduados, la chica, cuyo nombre es, no sé, digamos Aracelis, empezó las gestiones de matrícula de su primer semestre universitario como estudiante de maestría en Lengua Española. Lo primero que Aracelis tuvo que hacer fue demostrar que tenía todas las vacunas al día. Como la enfermería del centro educativo ofrecía el servicio de vacunación a un costo supuestamente semi-razonable, llamó para verificar las horas de apertura: de 8:00 am a 5:00 pm, le dijeron. Armada con esta información, se apareció cerca de las once. No obstante, no la atendieron. La enfermera estaba ausente. “Le pidieron que asistiera a una reunión. Volverá en un hora, más o menos”, le explicó la recepcionista. Aracelis se sentó a esperar el regreso de la mujer de la bata blanca. Una hora y media más tarde, al ver que no habían señales de la susodicha, preguntó si ya venía. Le dijeron que “no porque es la hora de su almuerzo, así que no regresará hasta la una y media.” ¡Ah, caray!, pues haberlo dicho antes, pensó. En vista de que las dos horas de permiso solicitadas se habían ya consumido, la animada aspirante sacó las llaves de su vehículo de la cartera y, conociendo las exigencias de su empleador, salió de prisa con destino a su lugar de trabajo. Dejaré pasar unos cuantos días antes de pedir permiso de nuevo, se aconsejó, esperanzada que en el próximo intento lograría todos sus objetivos: vacunarse, reunirse con la decana y recoger una copia del contenido del programa de la maestría.

¡Estaba tan entusiasmada! Y es que desde muy joven siempre soñó con estudiar Filosofía y Letras. Dos o tres días más tarde, mientras aguardaba a la enfermera por segunda vez, recordaba la tarde calurosa cuando subía del gancho de su madre por la avenida 27 de Febrero y le comunicaba con gozo, sin recelo, el deseo por embarcarse en el mundo de la palabra escrita y el pensamiento filosófico. –¿Para qué quieres estudiar eso?, con un título en Literatura vas a terminar siendo maestra y esa profesión, ya sabes, no da dinero. Los pobres maestros, ¡mira a tu padre!, no tienen ni en qué caerse muerto. ¿Quieres pasarte cinco años estudiando para no tener ni un medio?, le objetó la mamá. Con un argumento tan contundente, Aracelis optó por convertirse en administradora de empresas. Una carrera que nunca amó, aunque sí le sirvió para posicionarse bien en el mercado laboral de su ciudad natal y luego en el extranjero. Por eso hoy, sentada en la sala de espera, sentía en el pecho la gran satisfacción de volver. Volver veinte años después, porque, como dijo Carlos Gardel, veinte años no es nada, volver, volver, volver a los brazos de ese impulso primero por aprender algo hacia lo cual sentía una atracción vieja, un llamado milenario: Las Letras.

Hoy se vacunaría. A la salida de la enfermería, con el comprobante en la mano, caminaría hasta el edificio del frente para hacer el pago correspondiente (la enfermería no aceptaba dinero) y luego, se dirigiría al extremo sur del campus donde tenía su oficia la decana. Marchó sonreída por ese largo trecho de concreto, aun a pesar de ese sol meridiano que no admitía eufemismos: un sol brutal, fulminante, enceguecedor, es decir el sol típico del desierto. Ya ubicada sobre la silla rechoncha y gastada, cara a cara a la decana, escuchaba la amable anciana explicar los detalles sobre las orientaciones por venir, cómo sacar la tarjeta de la biblioteca, dónde solicitar el permiso de estacionamiento, etc, etc, etc. De pronto, entendió que iba a necesitar, por lo menos, un día laboral entero para concluir con las diligencias de iniciación de su primer semestre. ¿Cómo reaccionaría su supervisor cuando le soltara el notición de que iba a necesitar otro permiso?… (Continuará).

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