Hay una nación, una media isla tropical situada en el mismo trayecto del sol y en ella se encuentra la ciudad de Santiago de los Treinta Caballeros, allí, en mi niñez, había una escuela llamada La Esperanza que fue construída y ricamente subvencionada por la Compañía Anónima Tabacalera. En La Esperanza los pálidos hijos del presidente de la fábrica y los hijos morenos de los campesinos recibían la misma educación.
La calidad de la docencia y del curriculum eran comparable a la de las mejores escuelas privadas de la época. El desempeño académico de los egresados de La Esperanza, a pesar de su etnia y el origen humilde de muchos de ellos, estaba a la altura de los alumnos procedentes de los institutos destinados a la clase media alta. Es decir, que no existía disparidad entre estos dos grupos de estudiantes, indepedientemente de su condición racial o socioeconómica. A esta disparidad se le conoce en el argot educativo con el nombre de brecha académica, la cual se mide en los Estados Unidos al recoger, entre otros, los resultados de los exámenes estandarizados, los grados, la tasa de deserción escolar y el número de graduados universitarios perteneciente a cada grupo.
La brecha académica existe en todas partes del mundo y aquí es más evidente entre los hispanos y afroamericanos, quienes están por debajo en la escala de logros académicos que sus contrapartes blancos. De hecho, la brecha académica entre los estudiantes hispanos y los blancos no ha disminuido en las últimas dos décadas, según un reporte publicado en 2011 por The National Center for Education Statistics (NCES), una subdivisión del Departamento de Educación de los Estados Unidos. Esta brecha, así mismo, es significativamente mayor en el caso de estudiantes en cuyos hogares no se habla el idioma inglés. Para estos estudiantes, aprender un nuevo idioma se suma a la tarea de aprender a leer y a escribir. Son English Language Learners o ELL, (estudiantes del idioma inglés) y como tales tienen que trabajar más duro, decodificar más. Ahora bien, toda lengua es un código. Una vez el niño(a) aprende a romper el código de un idioma, puede transferir esa habilidad al otro. Por eso, y para ayudar a los hijos a recorrer parte del camino, los entendidos recomiendan que los padres alfabetizen sus familias en su lengua natal. De esta forma los padres o tutores pueden ser parte de la solución en la empresa de cerrar la brecha académica. De ahí que, la participación activa de los padres en la educación de sus hijos es de rigor, pues no hay escuelas como La Esperanza en cada esquina y el actual sistema educativo no provee soluciones inmediatas o suficientemente rápidas para eliminar la distancia, a veces abismal, entre hispanos y blancos, ricos y pobres. Al problema de la disparidad, que es nuestro, hay que encontrarle soluciones. El soporte familiar es una de ellas, no es la única, pero es una que usted puede empezar a implementar ahora mismo.