Después de explicarle a un elegante señor de cara pálida que no podía tener una mesa mirando al agua, la anfitriona de un restaurante italiano localizado en Lake Las Vegas (Nevada), procedió a excusarse: “Sin un letrero que catalogue al perro como animal de servicio, no puedo cederle una del frente, sino este rincón en la terraza del restaurante”, le dijo.
Detrás estaban en fila una latina y una pareja de hermanos afro-descendientes. La anfitriona procedió a ubicarlos en la mesa ofrecida al dueño del perro. Muertos de hambre, una servidora (la latina) y mis amigos tomamos la mesa y ordenamos de comer. En breve, otros clientes de la raza blanca fueron llegando, y la europea encargada de asignar las mesas fue cediendo las mejores vistas a cada uno de los recién llegados.
Curiosa por entender su decisión sobre la localización de nuestra mesa, me acerqué amablemente a la señora y le pregunté el por qué. Resoplando de impaciencia, respondió que nos había dado lo primero disponible. –Pues al que vino con su perro le dijo que justo lo pondría adelante, si hubiera traído el letrero de rigor. Ofuscada, contestó: -Don’t have time for this!- ¡no tengo tiempo para esto! Se alejó dejándome con la palabra en la boca. De regreso a mi asiento, la pasta se me hacía nudos en el estómago. A buen entendedor, pocas palabras bastan.
El comportamiento de esta “anfitriona” no fue distinto al del consejero escolar que le dijo a la hija de Rosita Castillo “no insistas tanto en buscar orientación sobre una carrera, que antes de llegar a la universidad de seguro te embarazas, como les pasa a todas las mexicanas”. Ni tampoco es muy diferente a la conducta de la policía de New Jersey, con la cual tuve un encuentro cercano en los 90.
Entonces, me perdí buscando la dirección de un amigo que mi padre y yo queríamos visitar. Sin percatarme, hice una derecha en una calle de una vía. Muy pronto noté la señalización y salí tan pronto pude de la intersección. Mi vehículo tenía placas de la Florida, porque desde allí había conducido en mi aventurero viaje por el norte. Dio la casualidad que, justo en ese momento, nos vio la policía.
Minutos después, estábamos rodeados de patrullas, uniformes y helicópteros. Al parecer, dos latinos dentro de un carro registrado en la Florida, perdidos en New Jersey, equivalía sin duda alguna a ser narcotraficantes. Nos gritaron, nos sacaron del SUV, nos empujaron contra un muro, trajeron los sabuesos, pasaron espejos por debajo de la carrocería y las gomas (llantas). Una hora después nos dejaron ir, no sin antes proceder a multarme con una senda de infracción de tráfico. En retrospectiva, fue lo mejor que nos pudo pasar, considerando que otros, como George Floyd, han corrido con peor suerte: la muerte por asfixia, por ser negro, por ser.
Este racismo está institucionalizado, presente, patente o latente dondequiera en este país: escuelas, policía, negocios y demás. Y está bueno ya. Esto tiene que terminar. Suficiente, suficiente, ¡suficiente!