“El problema no es el islam, sino el terrorismo”, dijo el presidente de Francia, Francois Hollande, y lo mismo reiteran prominentes personalidades de la izquierda europea luego de la masacre de doce personas en el semanario satírico Charlie Hebdo en París, a manos de extremistas musulmanes.
Tal vez, pero si no se hubiera expandido el islamismo por Europa no habrían matado a doce personas en las instalaciones de Charlie Hebdo, ni habrían asesinado al cineasta Teo van Gogh en las calles de Amsterdam.
La intolerancia es parte del islam. “No hay más Dios que Alá”, dicen ultras y moderados de esa religión. ¿Cómo que no? Tan válidos son los dioses de las religiones monoteístas como los de los yorubas y de los hindús, o el ateísmo de quien se le dé la gana.
Occidente ha sido excesivamente permisivo con la intolerancia islámica, y en nombre de la “sociedad multicultural”, o del “diálogo de civilizaciones” como le llamaba el español Rodríguez Zapatero, se admite que las mujeres sean confinadas en sus casas, se hostigue a los homosexuales y se asesine a los infieles.
Todo eso está ocurriendo en el continente de Spinoza, de Diderot y de Voltaire. ¿Qué la pasa a occidente? Parece dominado, en este tema, por la demagogia.
Los dirigentes islámicos “moderados”, que tan buen entendimiento tienen con la izquierda europea, quieren que la sharia (le ley sagrada, que emana del Corán) sea reconocida en las legislaciones nacionales, especialmente en lo que se refiere a lo familiar.
Ese es el objetivo de la ley coránica: expandirse y crear califatos fundados en su concepción religiosa del mundo. Para ellos el gobierno debe regirse por la ley divina, y fusionan iglesia, fe y Estado. Para los musulmanes, la ley islámica está por encima de las leyes promulgadas por los seres humanos. Y el que no esté de acuerdo es un infiel, un enemigo.
Los cristianos resolvieron esa barbaridad con palabras del propio Jesús: “dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
El islam, dice Ayaan Hirsi Ali –exdiputada holandesa nacida en Somalia, víctima de ablación, igual que 140 millones de niñas de países islámicos, según Amnistía Internacional–, está secuestrado por sí mismo: aplican de manera literal, en el siglo XXI, el texto escrito por el profeta Mahoma para la sociedad tribal del siglo VII.
Para los musulmanes “los dioses no cambian de ideas”, dice Anthony Pagden, en Mundos en Guerra. O dicho de otro modo, la sharia es la ley de Dios, y Dios es eterno, en Dios no hay tiempo. Por eso es vigente, de manera literal, lo que le dictó Alá (Dios) a su profeta Mahoma.
“Los hombres son tutores de las mujeres porque Alá dispuso que los unos sobresaliesen sobre las otras y porque a ellos les pertenecen las riquezas. Las mujeres virtuosas son las que son obedientes y se mantienen discretas, que es lo que Alá espera de ellas. Y aquellas que no guarden obediencia serán amonestadas, y permanecerán solas en su lecho, y recibirán castigo” (Corán, capítulo 4, versículo 35). ¿Puede haber permisividad hacia esas prácticas, en nombre de una Europa multicultural? La respuesta debe ser no. O seguiremos lamentando matanzas en nombre de Dios, en el corazón de occidente.