Decir Las Vegas en Berlín, el Caribe o Michigan es pronunciar una palabra mágica. Es un abracadabra que abre el diálogo entre desconocidos, despierta la curiosidad, agita la imaginación y cosquillea los sentidos.
En una época tan remota que casi la recuerdo como una vida pasada, yo solía decir que venía de Quisqueya, pero después de quince años de amores tormentosos, ya sé que soy orgullosamente “una nativa.” Se lo digo a todo el que me pregunta y se lo digo, incluso, a quienes no me lo preguntan y en el 99.9% de los casos la reacción que sigue a la mención de Las Vegas es: ¡Yeahhhhhhhhhh, baby! El poder evocativo de esta ciudad es tan poderoso que parece poner la gente contenta y parece generar una simpatía automática, un vínculo, una complicidad entre dos perfectos extraños, lo que curiosamente no deja de tener algo de misterio.
Luego de la alborotada respuesta, suele ocurrir que me preguntan cómo vine a parar en medio del desierto: –Por un documental que vi en la televisión, les digo, lo que es la pura verdad. Nacida en la otra mitad de una isla tropical y trasplantada desde Miami, encontré el camino a la ciudad del pecado gracias a una producción realizada por Las Vegas Conventions &Visitors Authority ( LVCVA), la máquina detrás del famosísimo eslogan que nos bautizó como una de las destinaciones más torcidamente excitantes del planeta: “ What happens in Vegas, stays in Vegas,” Un día del año 1998, aquel cuento de crecimiento y prosperidad de la LVCVA me convenció de poner mi vida en una maleta y salir para acá.
Desde entonces, me ha tocado retornar a Las Vegas muchas veces en un avión repleto de turistas.
En esos vuelos he hallado una energía única, una energía de víspera de carnaval que inunda la cabina y me contagia. Sí, tres lustros después, todavía me complace la actitud desordenada, juvenil y vocinglera de esos solteros a punto de perder sus derechos de hombres libres, quienes se esmeran en escandalizar el vientre frio del avión con sus relajos y chistes groseros.
Para mí, es una ocasión para la risa, aunque a uno que otro pasajero le dé por voltear los ojos ante la conducta desfachatada que los demás exhiben. Me imagino a esos mismos argonautas, cuando la parranda ha llegado a su fin, de vuelta a sus realidades sin trasnochos. Tal vez en esos vuelos de ida ellos están más tranquilos, más silenciosos, llenos sus rostros de sonrisas dibujadas pícaramente, rostros a punto de echarse a dormir con la quieta satisfacción de saber que nadie les quita lo bailado, lo comido, lo bebido, lo apostado, lo…
Un viaje a Las Vegas es una odisea en la cual cada visitante es un Ulises que pasa por las mil y una experiencias sensoriales, de derroche, de placer, de adrenalina. Por eso al pronunciar “Las Vegas”, se entona un abracadabra fantástico que abre un mundo de golosas posibilidades y de ahí, que sea muy cool decir que uno vive aquí,-entre nos.