“Capital es capital y Santiago un platanal” reza un proverbio criollo que describe, con cierta fidelidad, el atraso de la provincia en comparación con Santo Domingo, una ciudad portuaria y turística. Al parecer, el contraste que se da entre la idiosincrasia de la gente del interior y aquellos que gozan de un malecón no es exclusivo de mi tierra, pues también se evidencia en muchos otros pueblos del mundo retirados del mar y más específicamente apartados de las playas visitadas por extranjeros.
Tras dos décadas de ausencia tuve la oportunidad de reencotrarme con el hombre de la costa, quien en Quisqueya es muy diferente al de las regiones situadas entre las montañas. Aun hoy día, cuando la tecnología permite poner al alcance de la mano chorros de información, nuestros provincianos tardan en adoptar las nuevas modalidades que impone la vanguardia occidental. Siendo esto más evidente en la manera cómo las viejas costumbres y tradiciones pesan sobre los roles masculino y femenino.
Por ejemplo, en el litoral caribeño, donde tanto los hombres como las mujeres trabajan en los complejos hoteleros de cantineros, camareros, croupiers, guías de excursiones y demás, ambos sexos producen un salario y -a veces- reciben comisiones y propinas. Esto hace que las mujeres no siempre y no totalmente dependan de sus hombres para poner comida sobre la mesa. Lo que no implica en lo absoluto que se basten, sólo que sus ingresos le garantizan una participación más o menos de igual a igual en la economía hogareña.
El “más o menos” citado con anterioridad alude a la odiosa y muy generalizada práctica de pagar a las mujeres un salario más bajo que a los hombres, pero eso es harina de otro costal. Por el momento, nos enfocaremos en ciertas modalidades expresivas que encontramos en algunos hombres casados durante una visita a la isla el pasado mes de junio, las cuales diferían considerablemente entre sí, cuando el caballero en cuestión era el único ente proveedor en la casa o no.
Es decir, cuando para pagar los gastos de su supervivencia, la señora estaba o no a merced del señor. Pude notar que, acostumbrado a una mujer creadora de recursos, el costeño adopta un discurso en el cual se detectan menos, pocas o ninguna alusiones y quejas sobre la dependencia monetaria de la esposa y/o que la misma fuera interpretada como una subordinación.
Al restarle este elemento a las mecánicas matrimoniales, parecería que en las ciudades situadas a la orilla del mar se produjera una reevalución de los roles y una redistribución del poder.
Las mujeres producen o podrían producir dinero y los hombres tienden a respetarla por ello. Permanecen juntos por razones que no vienen ligadas a la vil subsistencia, aunque quizás tengan que ver con el progreso, a la conveniencia o al interés mutuo.
Sin embargo, inclusive en estos casos, la esposa es percibida como una socia-compañera-camarada que lucha hombro a hombro y merece respeto, fidelidad y consideración.
En cambio, en el interior el discurso tiende a plantear que: “es la madre de mis hijos”, “me está dando o me ha dado su juventud”, “es una buena mujer”, “me necesita”, “nunca ha trabajado,” etc. Frases que son código para explicar una relación de pareja mantenida por tradición, por lástima, por compromiso o por lo que sea ya que la mujer requiere de su marido.
Pues no alcanza a suplir sus necesidades sin él, lo cual la tiende a poner en una posición desventajosa. De ahí que, me atrevo a inferir, en las zonas turístico-costeñas existe un mayor balance del poder en las parejas.
Y es que, aquí entre nos, cuando una ya es dueña de los medios para mantenerse y conciente de lo que eso significa, las dinámicas de pareja cambian y si son malas, se acaban.