Érase una vez un reino lejano, bello como un oasis. Allí, llegados desde las cuatro esquinas del mundo antiguo, los súbditos compraban sus palacios antes de que la construcción se elevara. Aquellos que atendían los caprichos de los asiduos visitantes, rebozaban en ganancias prontamente derrochadas, sus bolsillos de tan llenos, parecían explotarse. Luego llegó el tiempo de las vacas flacas.
De las esperadas cuarenta horas reglamentarias, el bisturí corporativo empezó a cortar tajadas, como el dios dinero manda. Ante su perplejidad, a una persona le montaron sobre la espalda, a parte de la propia, tres, cuatro o cinco cargas. Pero ella no se quejaba, y se las apañaba para no perder la única entrada de efectivo que le quedaba. Así que, mientras más le exigían, más daba.
Con los años anunciaron los voceros, desde la gran atalaya, que en el reino la suerte mejoraba. ¡Qué alegría, amigos míos! ¡Mirad el mar de beduinos caminando frente a las fuentes que bailan! ¿Volverán mis compañeros a ocupar sus viejos puestos, ahora que desbordan los portones de la entrada?, le preguntó osadamente a su patrón un señor de cara redonda, bronceada.
-¡No hombre! de eso nada, si tú no puedes con tus asignaciones, mejor te largas. Hay veinte mil hambrientos que mañana te reemplazan. ¿O es que no ves que ahora mismo a cientos dimos de baja?
-¡Los visitantes se enferman, las órdenes se retrasan! ¿Por qué a nadie se le ocurre llamar a Pedro para que vuelva a su plaza? se quejaba aquel señor… sin que nadie le escuchara.
Entonces, cuenta la historia, fue el gran boom de las gatas. En el reino tan bonito, antes lujo, brillo y plata, no se cambiaban las sábanas. En las cocinas, según la leyenda, de tanto cortar esquinas, creció el moho verdecito y parieron en sus nidos sendas crías las moradas cucarachas. -¡Pensar que esta tierra era mi amada! decían los súbditos, perdidas las esperanzas. Las gatas, bestias glotonas, se comieron el plan de retiro, los bonos, los salarios, las vacaciones, los días de enfermedad, el horario de las tropas, las manzanas. Después, de puro canibalismo, acabaron masticando el buen servicio, la higiene, la sensatez, la sonrisa de las almas.
Siglos más tarde, cuando los arqueólogos desenterraron los restos de esta cuidad dorada, encontraron cuatro esqueletos felinos del tamaño de una montaña… y cien mil calaveritas humanas cubiertas de trapos y de migajas. Y de esta manera insana, los obesos roedores, destruyeron aquel reino, antes lujo, brillo y plata.