Para aprender a hablar un idioma hay que decir muchos disparates, como lo hacen los niños muy pequeños, quienes en su inocencia son incapaces de entender el concepto de la vergüenza y carecen del miedo al ridículo.
Ellos no piensan dos veces antes de decir las cosas. Su único objetivo es darse a entender y ¡cómo lo logran! Ya de adultos, nos volvemos expertos en el arte de llenar el libro de ejercicios y de repertir “after me”, pero no en el oficio de hablar inglés con cualquiera en cualquier ocasión que lo amerite.
Conozco a muchas personas que han cursado todos los niveles habidos y por haber y todavía no dicen en voz alta ni “good morning”. Cuando les pregunto por qué, teniendo un diploma que avala su condición de angloparlantes jamás emplean el inglés, me responden: “pues creo que lo leo y lo escribo bien, pero me da pena hablarlo.”
¡Qué forma más vil de desperdiciar todo el tiempo y el dinero invertido en adquirir otro idioma! Lo que no se practica, se pierde porque a fuerza de no usarlo, uno termina por olvidar lo aprendido. Y es que, como en el proceso de caminar, primero se gatea y después se corre. Es decir, al principio se avanza despacio y con la práctica se anda más de prisa. A los adultos nos da vergüenza hablar con otros adultos como si estuviéramos gateando, o como se diría en mi terruño, macujeando. Tememos decir las palabras mal y hacer el ridículo.
Quisiéramos abrir la boca y comunicarnos articuladamente, con rapidez, tal como lo hacemos en la lengua materna. En vista de que esto es imposible, optamos por no decir nada o decir “Ay don’ espik english.” Y así, con esta frase, auto-saboteamos la posibilidad de algún día lograr caminar o correr en inglés. Con esta frase, pasamos de gatear a la mudez, al silencio.
Yo llegué a los Estados Unidos ya adulta, sin dominio del idioma. Tuve que decidir entre el miedo al ridículo y el silencio.
Aprendí que para alcanzar la fluidez hay que ser un poco sinvergüenza y algo inocente, igual que un niño. Antes de poder expresarme casi con tanta soltura como en español dije un montón de disparates, me corrigieron muchas veces y me puse colorada en numerosas ocasiones.
Recuerdo una vez que se perdió la conexión del satélite en el hotel donde yo trabajaba. Los huéspedes, turistas americanos y canadienses, bajaron en tropel a la recepción, estaban enfadados porque sus televisores no tenían señal. Yo apenas sabía unas cuantas frasecitas en la rica lengua de Shakespeare.
La palabra satélite nunca la había aprendido. Tampoco podía explicar bien que el aparato en cuestión no estaba funcionando. Solo se me ocurrió decir, apuntando al cielo: “de machine in the sky is plrrrr”. La pronunciación del recién inventado verbo “plrrr,” la acompañé con un movimiento de las manos que sugería la acción de algo roto.
Supongo que me di a entender, pues un señor se dio vuelta para explicarle a su mujer lo que pasaba y le escuché decir: the satellite signal went down. De esta forma aprendí a decir que la señal del satélite se cayó.
Luego, poco a poco, una barrabasada tras otra, llegué un día a expresarme con propiedad en inglés, desafiando el enunciado aquel que reza “cotorra vieja no aprende a hablar.” Aquí entre nos, ¡sí que puede!