“Mientras nosotros vendamos materia prima a centavos la libra y compremos productos sumamente costosos, la balanza de pago de nuestra nación estará en rojo, o sea que viviremos para siempre endeudados y destinados a la pobreza,” exponía en su clase de macroeconomía el profesor Octavio Mota King, uno de los mejores maestros que he tenido.
“Para romper este ciclo, necesitaríamos convertir nuestros metales, el cobre, hierro, acero, níquel, en refrigeradores, tostadores y automóviles, y nuestro cacao en barras de chocolate; es decir, que necesitaríamos transformar nuestros recursos naturales en productos terminados.”
Entonces, la tragedia de los países tercermundistas, Honduras, el Salvador, la República Dominicana, radica en la incapacidad de mudar una economía agrícola (y de extracción de las riquezas minerales por monopolios extranjeros), a una economía industrial. Una transformación que es posible, como demuestra el caso de Corea del Sur, donde en el lapso de una generación los campesinos analfabetos pasaron a ser técnicos en informática e ingenieros, aunque para lograrlo esa nación debió invertir cuantiosamente en la alfabetización y preparación académica y técnica de su gente. No obstante, en América Latina esto no se ha dado. La pobreza de nuestros países se ha agudizado en las últimas décadas, creando condiciones de vida cada vez peores para sus habitantes.
Y una población desesperada actúa de forma extrema, como por ejemplo, embarcándose en una travesía peligrosa, suicida, a través del río, el mar, o el desierto para alcanzar la frontera con la tierra prometida, los Estados Unidos.
Y de ahí, que las entradas de inmigrantes indocumentados al suelo norteamericano no hayan cesado. Y de que también, ahora más de cincuenta mil niños se encuentren a la deriva, flotando entre un limbo burocrático que no les permite reunirse con sus seres queridos y un infierno que plantea retornarlos al entorno del cual salieron huyendo, el cual está plagado de hambre, corrupción, violencia e ignorancia.
Una solución inhumana, pero no sorpresiva, porque de todos los posibles epítetos que se encuentran en el diccionario, humanitario con los indocumentados sería el último para describir el gobierno de Barak Obama. Así mismo, los Estados Unidos en tanto que país del primer mundo y en virtud del poder que confiere ser una potencia, impone las reglas que controlan los precios de la mercancía en el comercio global.
El autor de Food Matters, expone el dilema con claridad meridiana: el maíz del norte, genéticamente alterado y producido a un costo mínimo gracias a la subvención otorgada por el Estado a los agricultores, su precio es sumamente bajo y no compite en igualdad de condiciones con el maíz producido a más alto precio por el labrador mexicano.
Este labrador, incapaz de vender su maíz manteniendo un margen de ganancia, se ve obligado a renunciar a la cosecha.
Es él y muchos como él quienes terminan recogiendo las uvas en California o pelando pollos en Wisconsin. Y no porque sea fácil dejar los hijos y un universo entero detrás, sino porque ellos carecen en sus tierras de opciones viables para sobrevivir.
Los 3.7 billones de dólares que Obama aspira recibir para contratar más guardias fronterizos y más jueces destinados a acelerar las deportaciones, entre otras ideas no tan brillantes, estarían mejor invertidos en estabilizar los países de donde proceden estos niños.
Aquí entre nos, no hay que ser un genio para entender que la respuesta al problema del éxodo masivo de adultos y niños mexicanos y centroamericanos no está en el número de guardias ni de jueces dedicados a atajarlos y luego deportarlos, sino en erradicar las razones macro-económicas que están produciendo el éxodo mismo, ¡que eso hasta lo deduce un estudiante de Mota King en tercer año de preparatoria!