Las madres deben ser buenas, sacrificadas, abnegadas, entregadas, amorosas, limpias, dispuestas a quitarse el pan de la boca, sufridas, justas, ecuánimes, incansables, de una conducta intachable, íconos del buen ejemplo, etcétera, etcétera, etcétera.
Eso es lo que la sociedad, la cultura y los medios de información masiva han acordado que es una madre ejemplar. La realidad es que, como seres humanos hechos de carne y hueso, las madres tienen un montón de defectos.
Las que no son violentas son mal habladas o egoístas o tacañas o descuidadas o todas las anteriores o ninguna de las anteriores, pero sí otras cosas por el estilo y muchas otras más que por razones de espacio -y por no cargarles más el dado- no vamos a mencionar.
Aunque se empeñen y lo traten de evitar, las madres marcan a sus hijos, los acomplejan, malcrían, envanecen, los tratan con favoritismo y los llenan de ínfulas y regalos lo mismo que los llenan de golpes e insultos.
Y es por eso que a cada uno nos tocó tener una madre que hizo lo mejor que pudo con lo que tuvo en el momento en que debió lidiar con tal o cual situación, o sea que fue ella y sus circunstancias, como diría Don Ortega y Gasset. Esta mujer se encontró a sí misma a medio camino entre el ideal que la norma le exigió que fuera, la madre que como persona bien intencionada aspiraba a ser y aquella que al final le salió de adentro.
A veces, a causa de esta última, las madres se culpan, a menudo en silencio, por esa otra que fueron hace veinte o treinta años atrás, o uno o dos hijos atrás, cuando no habían acumulado la sabiduría, la experiencia, la madurez que tienen ahora.
Las pobres, se sienten responsables de lo que usted y yo hemos resultado ser, porque, ¡Ay, Jesús! se han llegado a creer que son la únicas responsables y las solas las arquitectas de nuestros destinos.
Y de ahí que algunas de nuestras madres guarden en el armario un montón de sinsabores por el papel que ellas jugaron en crear eso que somos, que como suele ocurrir, no es la versión que ellas soñaban de nosotros si no un híbrido que guarda poca o considerable similitud con sus añoranzas y mucho mayor resemblanza con aquello que a usted y a mí nos dio la gana de ser.
Sin embargo, el desencanto se da a la inversa, ya que es mutuo. No son pocos los hijos que cargan un ansia existencial, una crisis interna que lleva el nombre de su progenitora escrito en cada esquina.
Esos hijos se siente defraudados al comparar el modelo de “madre ejemplar” con la suya. Tal modelo, taladrado entre ceja y ceja con las maquinarias de consumo masivo: los dibujos de Disney, las películas de Hollywood, el cine de oro mexicano, las telenovelas, las comparaciones con la madre del vecino – pues no es secreto que las comparaciones son también de consumo masivo- dicho modelo, decía, es un mito.
Está basado en expectativas irreales, expectativas que pertenecen al mundo de la ficción y no a esta tierra. Al igual que el resto del mundo, las madres evolucionan y progresan. Muchas ya no son ni siquiera la sombra de aquella archivada en nuestras memorias.
A ellas, a nosotras, a todos nos engañaron con el cuento de hadas del perfecto amor filial y la abnegación sin par, un cuento que, aquí entre nos, es una realidad inalcanzable y un hueso muy duro de roer.