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En el escenario, Luis A. Frías era una estampida del ritmo argentino.
Dirigiendo un grupo de bailarines en gira ante el público internacional en los años 80 y principios de los 90, tocaba un bombo legüero, un tambor hecho de troncos de árboles ahuecados. Usando botas con espuelas, se movía y bailaba a través del escenario, creando un ritmo con sus pies.
Sobre su cabeza giraban boleadoras, un lazo de cuerdas con bolas duras en cada extremo. Con un chasquido, pasaban por sus hombros y golpeaban el suelo. A veces estaban en llamas.
Se entrenó bajo el mando del legendario Santiago Ayala de Argentina, y la gente llenaba los estadios para ver su versión estilizada del malambo, el baile folclórico argentino de los gauchos. En Estados Unidos, Frías se presentó en el Superdome y en el Madison Square Garden, haciendo giras con espectáculos como el Circo de los Hermanos Ringling.
Su esposa y su pareja de baile viajaron con él, aunque el malambo es tradicionalmente interpretado sólo por hombres. Juntos, con sus dos hijas, vieron grandes obras de arte, probaron nuevas comidas y experimentaron diferentes culturas durante el transcurso de unos 13 años, todo ello mientras él compartía su herencia con el mundo.
Después de cada gira, volvieron a Las Vegas, donde Frías también actuó en el Strip.
A mediados de los 90, sin embargo, la joven familia se asentó para siempre. Frías encontró un trabajo estable como distribuidor, entreteniendo con orgullo a los invitados en sus mesas de blackjack y ruleta en varios casinos hasta que se retiró en 2018.
Todavía le gustaba golpear a su bombo legüero.
Pero como tantos otros que han sucumbido al coronavirus, su muerte fue tranquila, clínica y sin público. Solo el 25 de abril, su corazón se detuvo en el hospicio que había solicitado después de haber estado una vez en marcha, para luego volver a deteriorarse, cansado de los ventiladores y el dolor. Tenía 65 años.
“Mi padre tuvo una vida tan colorida y única”, dijo su hija mayor, Luisa Frías, quien lleva su nombre. “Literalmente todavía no puedo creer que se contagió de COVID y que eso fue lo que lo eliminó”.
Casi libre
Cuando el coronavirus comenzó a propagarse en Las Vegas, Luis Frías ya estaba en riesgo. Dejó de trabajar en 2018 principalmente por las crecientes complicaciones de su diabetes, y en marzo, los cirujanos le amputaron la pierna derecha por una obstrucción arterial.
“Siempre aceptó sus limitaciones físicas y sus problemas de salud con una increíble cantidad de gracia y valentía”, describió su hija Luisa, de 37 años. “Pero realmente lo deprimió mucho”.
La recuperación no fue fácil, y durante un tiempo, fue intubado en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Su hija menor, Lauren, viajó desde Nueva Zelanda a Las Vegas para estar con él y Luisa en el hospital, levantando el ánimo de su padre. Pero como los casos de COVID-19 aumentaron, ella acortó su viaje, regresando a casa en medio de las crecientes prohibiciones de viaje. Se abrazaron antes de que se fuera.
Poco después, Frías fue transferido a un centro de rehabilitación física, donde trabajó para recuperar sus fuerzas y le pusieron una prótesis.
Luisa, que vive en Los Ángeles con sus tres hijos, se preparó para la mudanza de su padre a California cuando fuera dado de alta. Frías había estado viviendo en Las Vegas con un amigo; él y su esposa se separaron hace años. Luisa buscó en las listas un lugar más grande, o un dormitorio cercano.
Llamaron y charlaron por video con él, emocionados y esperanzados.
Luego Frías se enfermó. Al principio le dolía la garganta, pero el personal del establecimiento pronto sospechó de una neumonía. A las pocas horas, se estrelló y fue llevado al Centro Médico del Hospital del Valle.
Fue intubado al llegar, su corazón se detuvo dos veces, dio positivo para coronavirus. Un médico llamó a Luisa, preguntando si su padre debía ser resucitado de nuevo.
“En ese momento, hubo muchas llamadas telefónicas, llorando y rezando”, le comentó Luisa al Las Vegas Review-Journal. “Y entonces, milagrosamente, dio un giro completo”.
Sin sedación, empezó a responder a órdenes como “cierra los ojos” o “aprieta mi mano”. En 24 horas, le quitaron el respirador. En 48 horas, estaba hablando en FaceTime con su familia otra vez, pero no parecía el mismo.
Al día siguiente, cuando sus pulmones empezaron a fallar de nuevo, pidió hablar con su hija.
“Me llamó, estaba luchando por respirar, y dijo: ‘No quiero sufrir más, déjame ir’”, le dijo a ella, deteniéndose a llorar. “Así que llamamos a las enfermeras”.
Frías fue trasladado a un hospicio, donde el personal le hizo sentir cómodo durante unos dos días. Con su respiración muy baja, habló por FaceTime con sus hijas; les dijo que las amaba, se despidió.
“Poco después de eso, falleció”, dijo Luisa.
“Parece surrealista”
Su padre, con el que estaba muy unida, no debía morir así.
“Tenía problemas de salud, pero sólo tenía 65 años”, mencionó Luisa. “Estaba en el camino de la recuperación, pudo haber tenido otros cinco, diez años, tal vez más. No había terminado”.
Lauren Frías, que también tiene tres hijos, llamó a su padre un “padre A+” que se preocupaba y amaba profundamente a los demás.
“Llenaba nuestras copas cada que podía”, escribió en un correo electrónico desde Nueva Zelanda. “Cuando estábamos creciendo, recibimos muchos sermones. No sobre hacer nuestros deberes, o ser mejor en una cierta cosa, sino conferencias filosóficas sobre cómo es batallar, cómo podemos encontrar nuestro propio camino, metáforas en su inglés desarticulado que no entendería hasta que fuera mayor”.
Desearía haber podido abrazarlo, masajearlo o frotarle la cabeza cuando lo volvieron a hospitalizar. Se imagina tocando sus tranquilizantes cuencos cantantes junto a su cama.
“Y porque yo, en particular, estoy tan lejos, parece surrealista”, escribió, “como si tal vez no hubiera ocurrido realmente”.
Por ahora, las cenizas del devoto padre, abuelo y antiguo artista internacional están guardadas. Un día, él tendrá una despedida apropiada, donde los amigos y la familia de todo el mundo podrán asistir e intercambiar historias, y abrazarse unos a otros, pero no en medio de una pandemia.
“Siento que todo el mundo necesita escuchar de un número súper impresionante para aceptar que es peligroso”, criticó Luisa sobre el coronavirus y su creciente número de muertes. “Estamos desensibilizados, creo”.
Pidió que la gente considere la historia de su familia (la historia de su padre) e intente imaginar la gravedad de lo que están sintiendo, para luego multiplicarlo.
“Si piensas en uno de esos números como mi padre, en cuánta gente se vio afectada por su muerte, en cómo sus nietos nunca podrán volver a verlo y en toda esa energía emocional que se puso en su pérdida”, concluyó, haciendo una pausa. “Él no es sólo un número”.